Me hago mayor, lo noto. No lo digo con resentimiento, más bien lo abandero, me siento más segura detrás de mi afirmación, mi nuevo lema. Lo noto en las cosas pequeñas. La nebulosa que me acompañó durante la primera parte de la veintena se solidifica en formas por momentos, formas concretas, que definen lo que soy, al menos hoy. Ya no me vale todo, me he cerrado a cosas, me conozco mejor; lo veo todo más claro. Al menos algunas cosas, al menos hoy.
Noto que me hago mayor porque hay ciertas cosas que ya no tolero. Empiezo a tener mis manías, mis convicciones, ya no me siento tan plástica como antes, ni quiero. Son cosas pequeñas, nimias, mis manías “de vieja”. Odio, por ejemplo, el formato brunch, soy celiaca y para mí es una tortura altamente sobrevalorada; me he vuelto puntual y noto que mi entorno también; bebo sólo o agua o vino tinto porque debo empezar a admitir que los copazos me sientan fatal. Me hago mayor. Las tardes en mi casa me parecen gloria; odio comer en sitios malos, hacen que las cenas de 25€ me parezcan carísimas. No bebo jamás cafés más grandes que un cortado y desconfío de la madurez de la gente que sigue pidiendo cafés con leche, especialmente (pero no exclusivamente) después de medio día. Lo mismo me pasa con la gente que no sabe qué vino le gusta, “Ribera o Rioja” no es una formalidad, es una declaración de intenciones. Calo (o prejuzgo) a la gente con muchísima más rapidez que antes y me importa menos. Odio a la gente que da leccioncitas morales a otra gente; en serio, estamos demasiado mayores para creernos en posesión de la verdad. Odio los consejos no solicitados y las opiniones demasiado fuertes en círculos que no son íntimos porque no interesan a nadie y ponen en evidencia al que las expresa. Creo profundamente en la actitud victoriana ante la vida, en la que te abres con tu gente y con los demás pasas un buen rato. La sinceridad está, en determinados (casi todos los) contextos, sobrevalorada y me fastidian los que aún no han dejado de admirarse a sí mismos para comprobarlo. Me apenan los pesados que cerca de los treinta aún no saben que lo son. Tengo una tolerancia bajísima a los feos entre amigos.
Simplemente lo tengo más claro. Tengo opiniones y estas son sólo algunas, las mejores me las reservo para las cenas a las que me invitéis y para cuando me las preguntéis, que esto está siendo muy poco victoriano de mí. Me hago mayor y me gusta que ya no me guste todo y aún más que ya no tengo que probarlo todo para saber lo que me gusta. Estoy en otra fase, que no es la final, ni mucho menos, sólo un estado más, espero, de la evolución de lo que somos. Noto que lo que me gusta, me gusta más que nunca, quizá porque cada vez me gustan menos cosas. Me gusta, me rechifla, ver series que te remueven por dentro, que te hacen pensar, que te sorprenden como Big Little Lies. Me gusta ir al cine a ver pelis preciosistas como Call me by your name. Me gustan los hilos argumentales lentos, las escenas cromáticamente ordenadas. Me gusta leer Sapiens y salir de mi realidad para volver a ser el Homo Sapiens que soy, perdida en este universo infinito; un granito en la arena de la evolución, que persigue un fin más grande que yo misma. Me gustan los detalles entre amigos y entre desconocidos, me hacen sentir que aún queda magia. Me gusta tumbarme en el sofá de mi recién amueblada casa, rodeada de las cosas… que me gustan. Me gusta ponerme playlists que me descubren canciones nuevas y que Leon Bridges me toque la vena sensible mientras junto estas letras. Me gusta cantar las canciones de OT como si estuviera en la final, me gusta La Llamada y su visión particular de la religión y la sociedad, tan plural y tan cercana.
Me gusta lo que me gusta, me alegra haberme quitado de encima la losa de lo que no y me encanta que el cosmos me siga sorprendiendo, dándome nuevas oportunidades para amar… y odiar. Me hago mayor.
Me gusta.
Foto de Caroline de Maigret